Las enseñanzas de Jesús son convincentes por muchas razones, una de las cuales es su uso magistral de imágenes impactantes. Utiliza muchas declaraciones cargadas, incluyendo “si tu mano te hace pecar, córtala” (Marcos 9:43) o “si alguno viene a mí y no aborrece a su padre y a su madre… no puede ser mi discípulo” (Lucas 14:26). Estos mandatos impactantes nos obligan a mirar más profundamente lo que Él realmente está diciendo. Al final del día, nos dejan preguntándonos: "¿Qué quiere Jesús de mí?"
A menudo acudimos a Dios queriendo una lista de mandamientos sencillos. De aquí surge nuestra tendencia a desarrollar cada vez más legalismo religioso con el tiempo, porque nosotros, como seres humanos, queremos saber que estamos siguiendo las reglas y que no pisamos terreno peligroso. Los israelitas y la comunidad judía habían involucionado de esta manera en la época de Jesús, y la iglesia cristiana ha pasado por el mismo ciclo varias veces a lo largo de la historia. Este espíritu es mucho de lo que Jesús vino a abordar en Su ministerio. Seguir al pie de la letra leyes específicas (y aparentemente arbitrarias) no es el punto, y nunca lo fue.
Cuando el Señor nos pide que nos cortemos una mano o que odiemos a alguien que amamos, ¿es esto realmente lo que Él quiere? No. Los ejemplos extremos que Él usa son herramientas de enseñanza destinadas a resaltar Su mensaje. Él quiere que reflexionemos y comprendamos la gravedad de la situación: la autolesión física es preferible al pecado, y la devoción al Creador del universo es de mayor importancia que la lealtad a la familia de sangre. Éstas son cuestiones del corazón y del motivo.
Dios está en el negocio de pesar los corazones. Él quiere que no sólo nuestras acciones sean justas, sino también nuestras motivaciones y nuestras intenciones. Jesús confronta nuestros corazones con sus enseñanzas, haciéndolos arder (Lucas 24:32). El mensaje del evangelio trata de un corazón transformado y una mente renovada. Cuando nuestros corazones son transformados, el pecado que nos separa de Dios desaparece. Cuando Jesús se convierte en el amo de nuestra vida, entonces podemos caminar en verdadero amor por los demás. Si ponemos a alguien o algo por encima de Él en nuestra prioridad, seremos incapaces de caminar en el amor apropiado. A Dios lo que más le preocupa es cuán cerca están nuestros corazones del suyo. La meta de nuestra vida no es evitar hacer el mal, sino hacer el bien en Cristo. Si vamos a escuchar: “Bien, buen siervo y fiel”, nuestra motivación debe ser el amor incondicional de Dios (1 Corintios 13).
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